Introducción
Cuando se comienza a investigar por qué hay ciertas cosas que le atraen a una persona, lo que le apasiona o lo que la deja indiferente, se desencadena un proceso muy íntimo de relaciones con su propia historia, con sus recuerdos, con las vivencias y con todo aquello que intente explicar su afán por coleccionar, sea lo que sea que recolecte.
En el caso de Francisco Dittborn Baeza no se trata de pintura ni de escultura, de libros o de música; no colecciona creaciones humanas que hayan sido producidas para el placer estético, para la expresión artística o para alimentar el conocimiento. Colecciona lo que se conoce como cultura material, aquello que hombres y mujeres han concebido y creado para solucionar dificultades prácticas de la vida cotidiana o para el entretenimiento, objetos que fueron creados para un fin específico y determinado y que no pretendían ser ni hacer otra cosa que aquello para lo que humildemente fueron inventados. En su caso, herramientas antiguas.
Hurgando en la historia familiar emergieron cuatro personas que dieron algunas luces para comprender algo de esta pasión. En primer lugar, su bisabuelo paterno, Adolfo Murillo Sotomayor (1840 – 1899), médico obstetra muy reconocido en el ámbito científico y académico de la época y también diputado de la República. Sin embargo, Murillo ejercía otras actividades paralelas a la medicina, fue distribuidor de carbón, y además contaba con una particularidad: le interesaba muchísimo la flora endémica de carácter medicinal, llegando a escribir un libro llamado «Memoria sobre las plantas medicinales de Chile i el uso que de ellas puede hacerse en el país», impreso en 1861.2
Basándose en sus investigaciones y en el libro ya publicado, escribió una segunda versión denominada «Plantes médicinals du Chili», que presentó en el pabellón de Chile de la Exposición Universal de París de 1889, la misma para la que se construyó la emblemática torre Eiffel.