“La esclerosis hace que todo tenga que ser ahora”
Francisco Dittborn traslada el Museo Taller al Barrio Yungay.
Una casona de 1926 recibirá la colección de 4 mil herramientas que rescatan el arte de la carpintería y la memoria.
Por Constanza León
La Segunda
El Museo Taller es un reducto medio mágico y secreto en la calle Root (y San Isidro), en el centro de Santiago. Hoy silencioso, en cuarentena. Habitualmente, lleno de emociones y carpinteros en acción, como ni siquiera lo había imaginado el empresario
Francisco Dittborn Baeza, gestor del proyecto. El recorrido termina en un taller de principios de siglo XX con más de 700 herramientas de carpintería, sierras, martillos, niveladores, taladros, metros y cepillos, que van desde 1870 a 1950. El público se reencuentra con el oficio y la memoria y los niños descubren un mundo inimaginable cuando ponen en práctica lo aprendido.
“Pancho empezó a coleccionar herramientas y lo agarró el diógenes”, cuenta Marcela Bañados, directora del museo y autora, junto a Dittborn, del libro que muestra dos mil piezas con las que se internan desde los orígenes del coleccionismo hasta la robótica de hoy. El libro, que está prologado por Claudio di Girolamo —y es ganador del Premio Amster Coré por Diseño en 2016—, acaba de ser liberado en la página web del museo y está disponible para envío a domicilio.
“Lo que él colecciona es ingenio y eso es lo que sentó las bases de este museo”, añade Marcela.
“Nada está planificado”, dice Francisco que se traslada en silla de ruedas y con un iPad en las manos para comunicarse.
En 2010 que le se manifestó su esclerosis lateral amiotrófica. “Pancho siempre está apurado”, explica Marcela. “El ELA hace que todo tenga que ser ahora”, acota él.
Ahora Dittborn está confinado en su casa en Tunquén, solo junto a su mujer, porque él es de altísimo riesgo ante el covid- 19. Y desde allá dirige los pasos de los proyectos del museo. Lo primero, retomar apenas puedan los talleres de carpintería. Lo segundo y lo más importante: reactivar las obras, porque el Museo Taller se traslada al Barrio Yungay. En diciembre pasado Francisco encontró una enorme casona de 1926 en la esquina de Compañía y Libertad y se enamoró. Firmó la promesa al día siguiente.
“Es un palacio”, dice orgulloso. Son 450 metros construidos para lucir su colección de 4 mil herramientas. Rescataron su historia y mantendrán algunos rincones como testigos de la época. Y en el relato, incorporarán las técnicas constructivas y la materialidad de la casa. “Imagino un lugar con muchas actividades, niños, carpinteros y gente del barrio. Un encuentro entre el pasado, la cultura y el hacer”, dice Dittborn.
Cuando llegaron los arquitectos a la puerta del actual museo, el equipo se enteró. Cosa que piensa, cosa que hace. “Ha sido un súper regalo del ELA para todos nosotros. La vida es ahora”, añade Marcela. El plan, hasta antes del coronavirus, era abrir a mediados de año.
“Saltar y ahí vemos”
Al papá de Francisco le decían “el maestro Dittborn”, porque andaba con su maletín de herramientas para todas partes, y tenía en la casa (donde corrían sus 10 hijos) un taller más importante que cualquier otro rincón.
Francisco —que en circunstancias normales vivía rodeado de sus tres hijos y siete nietos— heredó esa pasión y comenzó el museo con el arquitecto Francisco Pommerenke, su yerno y creador de Roda.
El amor por este proyecto queda en familia, porque a su lado está su hermana Teresa —directora del área educativa, que adapta los contenidos del museo a las mallas curriculares de los colegios— y su hija menor, Manuela, en marketing. En el taller, Francisco es “Onur”, como le dicen riéndose. Cristián Rivas, su cómplice en cada uno de los inventos. La extensión de sus brazos “y de su cabeza”, acota él.
Tienen una oficina donde funciona el taller digital, donde trabajan en robótica, programan, les ponen controles y les dan vida a los juguetes de madera.
“Uno lo mira, le ve los ojitos y oooh, ¿qué estará pensando ahora? Y ni te digo cuando arruga el ceño, porque hay que salir corriendo”, añade Teresa riéndose.
“La metodología de Pancho es avanzar, mientras vas realizando los proyectos. Y, la verdad, hemos aprendido a validar la intuición”, explica Teresa. “Saltar y ahí vemos”, explica él.
Agendan talleres de juguetes, artistas en residencia y actividades conjuntas con entidades como la Fundación Mustakis, el Mavi o el Museo del Sonido, sus nuevos vecinos en Yungay. Ellos les enseñarán al público a tocar el cajón peruano que aprenden a hacer en el taller de luthería del Museo Taller. En el Colegio San Miguel Arcángel implementaron un taller donde se prueban los prototipos. Hacen permanente trabajo social —por estos días elaboran material didáctico para niños de poblaciones vulnerables— porque creen que el museo nunca puede estar separado de la comunidad. “Claramente, nos financiamos del bolsillo de este caballero”, advierte Teresa.
Unos 15 mil escolares —9 mil universitarios y 7 mil visitas generales— ya han pasado por la experiencia que concluye cuando cortan, cepillan y ensamblan un autito de madera, el símbolo del taller.
“A los niños les mostramos los asombros y manifestamos también nuestros propios asombros”, advierte Marcela.
Muchos adultos lloran a mares sumergidos en algún recuerdo familiar. A los niños, les piden guardar los celulares en la entrada y lo impresionante es que, por un ratito, logran olvidarlos. Los niños le preguntan a Francisco por qué está enfermo. “Les contesto algo que no los asuste, les digo que pasa que hablo mucho”, comenta Francisco, que juega y se emociona con ellos.
Su hija Manuela dice: “Yo nunca conversé tanto con mi padre hasta que dejó de hablar. Tenía una relación linda, bacán, pero eso es todo. No tenía idea lo que pensaba. Siempre vi que era como el Superman de todos los que se cruzaban por su camino, pero nunca me metí en sus proyectos sociales. Hasta ahora que tengo la suerte de poder hacerlo, porque veo que de verdad él quiere ser un aporte para esta sociedad”.
¿Cuántas horas al día Francisco piensa en su museo? “Todas”, responde él y sigue creando.
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